“La
muchedumbre inmensa” (Ap 7, 9) de la que habla el libro del Apocalipsis
representa a todos los Santos que ya están en el cielo gozando eternamente de
la gloria de Dios. Pues, Dios ha querido que todos los hombres se salven y
lleguen a su mansión eterna (Cfr.1Tm 2, 4).
En efecto, esta fiesta que nos propone la Iglesia en
el día de hoy nos hace colocar nuestra mirada en el cielo y contemplar a
nuestros hermanos mayores que ya lograron alcanzar la meta (Cfr. Fil 3, 14) y
esperan compartirla con nosotros un día.
“Una
muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y
lenguas”: son tantos los Santos que nadie los puede contar y sus orígenes
son tan diversos que hacen posible hacer latente la universalidad de la Iglesia
la cual al ser católica en el sentido más literal de la palabra nos demuestra
con certeza esta realidad fundada por Cristo en los Apóstoles.
El deseo de alcanzar el
cielo lo deberíamos tener todos, como San Ignacio de Loyola en su conversión,
que al leer sus historias pensaba: “¿Y por qué no tratar de imitarlos? Si ellos pudieron llegar a ese grado
de espiritualidad, ¿por qué no lo voy a lograr yo? ¿Por qué no tratar de ser
como San Francisco, Santo Domingo, etc.?” ¡Qué hermosos pensamientos!
¿Verdad?
Esa enorme muchedumbre nos dice el vidente de Patmos
(Isla del mar Egeo): está “de pie delante
del trono y el Cordero”, es decir, goza perpetuamente de la presencia de
Dios a quien alaban día y noche en nuestro decir humano. Y añade el texto que
se encuentran: “vestidos con vestiduras
blancas y con palmas en sus manos” y su interpretación es, según vemos más
abajo, la siguiente: «Esos son los que
vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado
con la Sangre del Cordero». Lo que nos señala evidentemente que son “Mártires
de Cristo” y por eso llevan la palma en sus manos. Pues, la santidad en la
primera época del cristianismo era sinónimo de martirio.
Pidamos al Espíritu Santo nos conceda progresar en
nuestra santidad de vida y buscar imitar a Dios en nuestras acciones que nos
anima diciendo: “Sed Santos porque
vuestro Padre celestial es Santo” (Mt 5, 48).
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