Esta fiesta se remonta a tiempos inmemoriales. Se
dice que se realizaba desde los tiempos de Noé y el suceso del arca que los
recuerda en la biblia después del diluvio (Cfr. Gn 8, 20), en efecto, en aquel
momento murieron muchos en toda la tierra y por eso mismo Noé ofreció
holocaustos por esos difuntos.
También en el segundo libro de los Macabeos en el
Antiguo Testamento encontramos este acto de piedad –un poco aislado quizás en
la tradición hebrea – hacia los hermanos difuntos (Cfr. 2 Mac 12, 46).
De todas formas, en la Iglesia Católica si bien se
aceptaba la celebración de los Fieles Difuntos no se tenía la fecha consensuada
que tenemos en nuestros días.
San Agustín escribió a inicios del s. V un pequeño
tratado sobre la piedad con los muertos y esto decía allí respecto al rezar por
ellos: “Porque tanto el encomendado como
aquel a quien se encomienda no están a la vez infructuosamente en la memoria
del que reza. Efectivamente, los que rezan hacen con su cuerpo lo que conviene
a la oración: se arrodillan, extienden las manos o se postran en el suelo; y si
hacen algún otro gesto visiblemente, aunque Dios conoce su voluntad invisible y
la intención de su corazón, y no tiene necesidad alguna de estos indicios
externos para que esté presente ante El la conciencia humana, sin embargo, el
hombre se estimula de este modo a orar y a gemir con más humildad y fervor”
(San Agustín, La Piedad con los difuntos, V.7. Vol. XL de ed. BAC).
Para nosotros, los cristianos, el 2 de
noviembre se trata de una conmemoración, un recuerdo que hacemos en favor de todos los que ya han
muerto, pero aún no pueden gozar de la presencia de Dios, porque se están
purificando, en el purgatorio, por los efectos que ocasionaron sus pecados
personales.
Por eso, ese día especialmente los creyentes
ofrecemos nuestras oraciones, nuestros sacrificios y las Santas Misas en
sufragio de las almas de los fieles difuntos.
Walter J.
Bejarano
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