Todo en la vida del cristiano es amor. O al menos, toda
la vida del creyente debería ser regida por el amor de Dios, pues, como dice
San Juan: “Dios es amor” (1Jn 4, 8).
Y sin embargo, experimentamos en nuestra vida diaria que no es tan así. Y, ¿por
qué no? Porque –entiendo yo – pretendemos engañar al mismo Dios, objeto y
fin de nuestra fe y de nuestro amor.
Y ¿Cómo engañamos a Dios en cuestiones del amor?
Cada vez que no amamos al prójimo como Jesús nos
manda. Jesús dijo: “Esto os mando: que os
améis los unos a los otros” (Jn 15, 17), mientras nosotros poco llevamos a
cabo su orden, muchas veces sin ningún remordimiento.
Cada vez que despreciamos y discriminamos al otro, pues, “Dios no hace distinción de personas…”
(Hch 10, 34) pero nosotros, de vez en cuando –me consta –, en nuestras
comunidades y en nuestros propios círculos llamados católicos o cristianos sí
lo hacemos.
Cada vez que no practicamos la justicia en todos los órdenes de la vida sea social o personal sabiendo de antemano que Dios solamente: “Acepta al que teme y practica la justicia” (Hch 10, 35).
En definitiva, amar a Dios y al prójimo es lo que
cuenta en esta vida tan fugaz, siempre y en todas partes ya que “Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su
hermano, es un mentiroso” (1Jn 4, 20).
Con razón decía San Agustín: “Dos amores fundaron dos ciudades; ¿Cuáles
son esos dos amores? …el amor de sí mismo
hasta el desprecio de Dios, la tierra; y el amor de Dios hasta el desprecio de
sí, la ciudad celestial...”
La ciudad de los hombres y mujeres mundanos, de
profundo egoísmo, basan sus vínculos en engaños, dinero, placeres y desprecio
por el otro. Su señor es el vientre, la carne, la sensualidad, el dinero y, a
veces también la tecnología, la ciencia y el orden sin Dios. En cambio, la ciudad de Dios, es
decir, la ciudad de los hombres y mujeres que buscan verdaderamente el cielo
basan sus relaciones en el amor de Dios.
Y continúa el Santo de
Hipona: “La primera se gloría en sí
misma; la segunda se gloría en el Señor” (San Agustín, “De Civitate Dei” XIV, 28).
Nada más que decir; está clarísimo. Solo resta poner
en práctica el mandamiento nuevo del “Amor”. Pero claro, antes nos urge creer
en la palabra para vivir realmente lo que creemos.
¿Cómo
practicar el mandamiento del “amor”?
Hermoso ejemplo nos dan aquellos paganos en los que “bajó el Espíritu sobre los que escuchaban la
palabra…” (Hch 10, 44) que Pedro les predicaba. Con cuánto amor y fe lo
habrían escuchado al apóstol aquel día como para recibir sin mediación alguna, más
que el anuncio salido de su boca, el Espíritu Santo. De hecho, el mismo relato
nos cuenta que los que habían venido con Pedro “se sorprendieron” (Hch 10, 45). Necesitamos creer sin titubear, es
decir, aceptar que ¡Dios es todo para mí y para mi vida! Dejarnos invadir por
el Espíritu Santo, Amor de Dios y en consecuencia: Amor de Cristo.
Entonces, sí podremos hacer nuestro este estilo de vida: “amémonos unos a otros” (1Jn 4, 7), pues es el camino a Dios, es el camino al cielo, es decir, el camino de nuestra salvación. Porque, amigos míos, “quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4,8). Y el ejemplo vivo, encarcanado, nos ha sido otorgado: “…como yo os he amado” (Jn 15, 12).
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