La tercera semana de febrero –parece que fue hace
tan poquito, y sin embargo, ya tan lejano en el tiempo–, viajé en tren cuatro
días seguidos desde estación Once a Morón por cuestiones de exámenes y de un no
muy brillante colofón del año de estudios 2016. Hacía tiempo que no viajaba en
el tren «Sarmiento» con tanta frecuencia como lo hice en aquella mencionada
semana.
Lo que vi, en cuanto a la infraestructura y la
prestación que da el tren en estos momentos están muy buenas, yo diría: “de
primer nivel”; no tiene nada que envidiarle a los trenes urbanos y suburbanos
de cualquier país desarrollado del mundo. Al menos, los que yo conozco. Nada
tiene que ver su actualidad renovada con aquel tren que se caía a pedazos y que
todos descuidamos por más de veinte años.
Su andar es tranquilo y armonioso, sin sobresaltos
ni los vaivenes excesivos de antaño. Tiene unos asientos mucho más cómodos que
los últimos cachivaches de plástico que habían colocado los de TBA. ¿Se
acuerdan? ¡Eran horribles! Y súper incómodos; si vos eras un poquito más ancho
y pesado de lo normal te deslizaban hacia abajo como un tobogán, con lo que tus
asentaderas terminaban casi en el perfil del asiento y debías impulsar
mecánicamente hacia atrás todo tu cuerpo con tus piernas flexionadas cada cinco
minutos. Si lo mirás con una mirada fitness todo bien, pero como viaje
placentero era un desastre. Pues bien amigos, hoy el tren «Sarmiento» es otro:
tiene aire acondicionado, un mapita de las estaciones marcadas con luces en cada puerta de los
vagones, el anuncio con la voz de una señorita que te indica el nombre de la
próxima estación de arribo y sobre todas las cosas, lo vi limpio ¡como antaño!
Es decir, treinta o cuarenta años atrás. Uy, ¡qué viejo que estamos!
Todo lindo, un pimpollo. ¿Todo lindo? No, perdón, me
estoy expresando mal. No todo lindo; Pues, las caras, y sobre todo la necesidad
que se traslucía en la gente que viajaba no eran nada lindas. Muchos rostros
reflejaban el cansancio propio de una jornada laboral, es lógico, pero, muchos
más también reflejaban el otro cansancio: el de la vida; el fastidio por la
desgraciada existencia, por las humillaciones y vejaciones a las que están
sometidos desde hace décadas. Gente triste, personas desilusionadas y pobres,
muy pobres. No solo pobreza material, ¿me explico? El abandono absoluto en el
que está el pueblo –el pueblo trabajador argentino que debería ser la máquina
primera del progreso de nuestra república– es patético.
Gente sin trabajo, sin dinero, sin educación, sin
cultura, sin especialización técnica; y hoy en día, también, sin subsidios. Lo
que significa: sin esperanza. Alguien muy conocido y renombrado entre nosotros
por cualquier aspirantito a político que quiera hacerse ver –demasiados quizás–
dijo alguna vez: “es justo que cada uno
produzca por lo menos lo que consume”. Pero, ¿qué van a producir? Si no hay
qué producir. Si nadie quiere producir o no puede producir por culpa de un
Estado burocrático tremendamente ausente y una ausente ciudadanía comprometida
con el bienestar y porvenir de todos –y me refiero no sólo a la ausencia de las
personas particulares sino también de las empresas privadas, de las
instituciones intermedias, de las Iglesias o cabezas de grupos religiosos. Y
encima, los pobres vendedores ambulantes que desfilan por los vagones tratando
de venderte algo para poder llevar un poco de pan a su mesa te ofrecen
cualquier cosita, por más mínima que sea, “made in china” o “made in Tailandia”.
Mucha gente pidiendo, mucho minusválido abandonado a
su propia suerte. Ojo, con o sin culpa propia; y lo más doloroso de todo:
muchos niños mendigando en ese tren que los lleva y que los trae una y otra vez
a lo largo del día y hasta altas horas de la noche.
Walter J. Bejarano
20-marzo-2017
* Esta entrada viene de la página/blog que usaba antes.
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