Hace
un par de años tuve la posibilidad de encontrarme con un libro que actuó como
disparador en mí, que logró entusiasmarme con una deuda pendiente que tenía
conmigo mismo desde hacía mucho tiempo: leer a Fiodor Dostoievski. En efecto,
el Dostoievski de Henri Troyat
consiguió su cometido. Logró que pusiera manos a la obra y no retrasara más
tiempo la delicia de zambullirme en los escritos del autor de Los demonios. Mucho me habían hablado
durante el periodo de formación acerca de la literatura de este escritor; “literatura un poco enigmática, un poco
filosófica, un poco psicológica” me decían mis compañeros y mis profesores –
y no se equivocaban tanto–, quienes lo exaltaban en
aquella hora con entusiasmo
juvenil.
Fiodor
M. Dostoievski fue ante todo un hombre cabal. Además de un gran escritor;
sufrido y enfermo crónico y perseguido innecesariamente –creo yo– por la
política zarista de su tiempo. El sufrimiento padecido durante más de una
década, en la flor de su edad, es la clave –también según mi pobre entender– de
la transformación de sus escritos, pues lo ha llevado a soportar a veces con entereza, otras no tanto, todas las demás vicisitudes que tuvo que afrontar a lo largo de su vida. En
efecto, el sufrimiento mismo lo ha transformado, sin dudas, en el escritor
universal que hoy se valora y se recuerda por todo el orbe.
El
ruso nos dejó un legado enorme, que no sólo es un patrimonio literario para su
amada Rusia sino también patrimonio literario de toda la humanidad. Así lo pude
apenas olfatear hace veinte años atrás –como
les dije hace un momento– cuando algunos de mis compañeros se entusiasmaban con
su lectura. Hoy, en primera persona, doy fe de ello. No cabe ninguna duda que
Dostoievski es un grande y un clásico que no podemos dejar de leer. Pero, todos
y cada uno de nosotros tenemos nuestro tiempo asignado por la barita mágica
para ello, ¿verdad? Quizá en mis años juveniles alguno de aquellos pequeños
ilustrados me hubiese reprochado mi falta de entusiasmo por una lectura tan
importante que estaba descuidando; pero, retrospectivamente podemos darnos la
licencia de responderle con las palabras del Hombre del subsuelo: «sea
como sea, el “dos por dos son cuatro” es algo insoportable. En mi opinión el
“dos por dos son cuatro” es una impertinencia... Estoy de acuerdo en que el
“dos por dos son cuatro” es algo excelente. Pero, puestos a elogiar, el “dos
por dos son cinco” también resulta a veces la mar de encantador».
Con
este pequeño tributo al escritor ruso quiero compartir mi experiencia personal con el
deseo de que estas líneas les sean de utilidad y un motor generador de
entusiasmo en la lectura de un verdadero clásico de la literatura universal.
Walter
J. Bejarano
Buenos
Aires, 4 de mayo de 2017.
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